Leyendo Hasta Que Todo Acabe

El verano de mis dieciséis años, cuando disfrutaba de una beca para estudiar inglés en IRLANDA, me dijeron: “Si no conozco al AMOR DE MI VIDA, ya no quiero conocerlo”. La autora de esa frase, de mi misma edad, tenía un novio desde hacía dos años. El amor de su vida, o eso creía ella. Bendita (y maldita) adolescencia.

Ese año se había estrenado LOS PUENTES DE MADISON.

Hace poco paseaba por la Gran Vía de MADRID cuando me sorprendió el cartel del musical, y con la sorpresa vino el recuerdo, y con el recuerdo el pensamiento, como siempre.

Pensé en Francesca, la ama de casa. La buena esposa. La buena madre. La mujer feliz, tranquila y aburridamente (no sé si existe esta palabra) FELIZ. La mujer que es capaz de hacer cosas que no imaginaba posibles. La mujer que NO bajó del coche mientras todas queríamos salir con ella a mojarnos bajo esa lluvia inesperada, refrescante.

¿Por qué NO corrió bajo el aguacero? Porque entonces no hubiera habido historia, al menos no esa historia, porque no iba del amor, no, iba de la ACEPTACIÓN. Esa aceptación con su bipolaridad. Con sus renuncias, sus sacrificios, pero también con sus recompensas.

“Las cosas complejas son fáciles de hacer. La simplicidad es el verdadero desafío”.

Pensé en mi AMIGA de aquel verano. ¿Habrá descubierto ya al amor de su vida?

Pensé en mi YO de entonces, y recordé. Recordé que con esos 16 tenía un amor de mi vida, pero que a los 25 tuve otro, y a los 32 otro. Recordé que ahora, con 43, tengo otro. Y que todos eran el mismo, pero ninguno era ÉL.

Que sí, que si aparece es genial, porque da gustito, es placentero. Que sí, que si dura y es de verdad, mejor. Que sí, que el amor correspondido es la hostia, eso lo sabe todo el mundo, así que correspóndete también.

El amor de tu vida han sido, y serán, tus distintas TÚ.

¿Y Francesca? Pues tuvo una discreta secuela, sin película. “Los caminos del recuerdo: Regreso a Los puentes de Madison”. Y no, no acaba con Robert. Repito, así es la historia, o no hay historia.

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