La taza de café casi VACÍA tiene esa posición que revela que la han dejado demasiado deprisa en el plato. Su dueño -solo por un rato- mira el móvil ignorando que su contenido cambia de temperatura.
La silla se desliza con un molesto sonido, un chirrido. Se sienta dejando caer todo el peso (IN)VISIBLE que la acompaña. Él incorpora la cabeza apenas un segundo. Ella no se gira.
El LIBRO sale del bolso, se apoya en la mesa, pero no se abre. Coge el teléfono y escribe. Seguramente a su madre que acaba de decirle que no lo entiende. Ella tampoco, pero no lo va a confesar.
La taza permanece peligrosamente inclinada esperando la TRAGEDIA, y él también, pero en su asiento. Incomodo, tenso, sin dejar de observar la pantalla mientras una arruga se regodea dividiendo sus cejas, y más adentro, hacia esa materia gris que se debate entre lo que quiere hacer y lo que va a hacer.
La silla cruje cuando se levanta para pedir una infusión, también cuando se vuelve a sentar, incluso cuando vuelve a escribir en el teclado. Más rápido. Más letras. Más respiraciones. Más agitación. Ya no está escribiendo a su madre.
El LIBRO continúa en el mismo sitio. El teléfono también. Quería leer un rato, pero últimamente nunca lo hace. Y ahora tampoco. Se levanta. Sin beber, sin leer.
La taza se derrama cuando la busca tanteando.
La silla chirría. Ahora ha sido él.
El libro se olvida.
Y no se volverán a ENCONTRAR, o sí, pero no se reconocerán porque NUNCA se vieron.
(DES)CONECTARSE
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